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" El martes es el símbolo de la monotonía por excelencia. No es como el lunes, paradigma de la depresión, ni como el miércoles, bisagra de la esperanza, ni como el jueves, preludio de la alegría, ni como el viernes, éxtasis de la liberación. No, nada de eso. El martes es la evidencia de lo efímero de lo placentero. Es el canto de la monotonía. El martes demuestra que lo peor no es el lunes con su tristeza. Que lo terrible está en la continuidad, en la seguidilla, en la inútil cadena de días de la cual el martes es el eslabón más macabro. Es el puente nefasto que nos conduce de la desesperación al engaño. Pues si quedásemos en la desesperación del lunes, si nos ahogásemos en el pantano de su melancolía, vaya y pase. Pero no, fíjese que ahí está el martes con toda su vacía extensión, sin otro objeto en el mundo que conducirnos hasta el miércoles, y ponernos de nuevo a la espera de un nuevo fin de semana que nada ha de aportarnos, pero que mirado desde el dolor de la esclavitud de entre semana se nos antoja promisorio y dichoso. "
― Eduardo Sacheri , Te conozco, Mendizábal y otros cuentos
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" Ahora es ella quien lo mira divertida, o tierna, o nerviosa, y finalmente le pregunta: —¿Vas a decirme qué te pasa, Benjamín? Chaparro se siente morir, porque acaba de advertir que esa mujer pregunta una cosa con los labios y otra con los ojos: con los labios le está preguntando por qué se ha puesto colorado, por qué se revuelve nervioso en el asiento o por qué mira cada doce segundos el alto reloj de péndulo que decora la pared próxima a la biblioteca; pero, además de todo eso, con los ojos le pregunta otra cosa: le está preguntando ni más ni menos qué le pasa, qué le pasa a él, a él con ella, a él con ellos dos; y la respuesta parece interesarle, parece ansiosa por saber, tal vez angustiada y probablemente indecisa sobre si lo que le pasa es lo que ella supone que le pasa. Ahora bien —barrunta Chaparro—, el asunto es si lo supone, lo teme o lo desea, porque esa es la cuestión, la gran cuestión de la pregunta que le formula con la mirada, y Chaparro de pronto entra en pánico, se pone de pie como un maníaco y le dice que tiene que irse, que se le hizo tardísimo; ella se levanta sorprendida —pero el asunto es si sorprendida y punto o sorprendida y aliviada, o sorprendida y desencantada—, y Chaparro poco menos que huye por el pasillo al que dan las altas puertas de madera de los despachos, huye sobre el damero de baldosas negras y blancas dispuestas como rombos, y recién retoma el aliento cuando se trepa a un 115 milagrosamente vacío a esa hora pico del atardecer; se vuelve a su casa de Castelar, donde esperan ser escritos los últimos capítulos de su historia, sí o sí, porque ya no tolera más esta situación, no la de Ricardo Morales e Isidoro Gómez, sino la propia, la que lo une hasta destrozarlo con esa mujer del cielo o del infierno, esa mujer enterrada hasta el fondo de su corazón y su cabeza, esa mujer que a la distancia le sigue preguntando qué le pasa, con los ojos más hermosos del mundo. "
― Eduardo Sacheri , The Secret in Their Eyes