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" Mientras tanto empecé a ver mi cuerpo desde una nueva luz. Por primera vez concebía los montecillos de mi pecho como tetas para que los pequeños chuparan, y su semejanza física con las ubres de las vacas o las colgantes distensiones de piel a las que se asían los cachorrillos lactantes pronto resultó algo inevitable. Es curioso ver que hasta las mujeres olvidan para qué son los pechos.

También se transformó la raja entre mis piernas. Perdió parte de su carácter vergonzoso, de su obscenidad, o adquirió una obscenidad de otra clase. Sus labios no se abrían ya a un angosto y oscuro callejón, sino a una especie de profundo abismo. El propio pasadizo pasó a ser un camino hacia algún otro lugar, un lugar real, y no meramente un lugar sombrío en mi mente. El colgante de carne de su frente asumió un aspecto equívoco, y empezó a parecerme un tentador anzuelo, una píldora para endulzar la pesada carga de la especie, como las piruletas que me daban de niña en el dentista.

En suma, que todo cuanto me hacía bella era algo intrínseco a la maternidad, y hasta mi deseo de que los hombres me encontraran atractiva era la estratagema de un cuerpo diseñado para expulsar a su propio recambio. No voy a presumir de ser la primera mujer que descubrió que los niños no vienen de París. Pero todo aquello era nuevo para mí. Y, francamente, no estaba muy segura al respecto. Me sentía prescindible, desechable tragada por un gran proyecto biológico que no había iniciado ni elegido, que me daba presencia pública, pero que también me marcaba y me escupía. Me sentía utilizada. "

Lionel Shriver , We Need to Talk About Kevin


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Lionel Shriver quote : Mientras tanto empecé a ver mi cuerpo desde una nueva luz. Por primera vez concebía los montecillos de mi pecho como tetas para que los pequeños chuparan, y su semejanza física con las ubres de las vacas o las colgantes distensiones de piel a las que se asían los cachorrillos lactantes pronto resultó algo inevitable. Es curioso ver que hasta las mujeres olvidan para qué son los pechos.<br /><br />También se transformó la raja entre mis piernas. Perdió parte de su carácter vergonzoso, de su obscenidad, o adquirió una obscenidad de otra clase. Sus labios no se abrían ya a un angosto y oscuro callejón, sino a una especie de profundo abismo. El propio pasadizo pasó a ser un camino hacia algún otro lugar, un lugar real, y no meramente un lugar sombrío en mi mente. El colgante de carne de su frente asumió un aspecto equívoco, y empezó a parecerme un tentador anzuelo, una píldora para endulzar la pesada carga de la especie, como las piruletas que me daban de niña en el dentista.<br /><br />En suma, que todo cuanto me hacía bella era algo intrínseco a la maternidad, y hasta mi deseo de que los hombres me encontraran atractiva era la estratagema de un cuerpo diseñado para expulsar a su propio recambio. No voy a presumir de ser la primera mujer que descubrió que los niños no vienen de París. Pero todo aquello era nuevo para mí. Y, francamente, no estaba muy segura al respecto. Me sentía prescindible, desechable tragada por un gran proyecto biológico que no había iniciado ni elegido, que me daba presencia pública, pero que también me marcaba y me escupía. Me sentía utilizada.