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" La escuela nunca había tenido importancia para papá. Mamá nos plantaba y nos trasplantaba siguiendo el ritmo de sus diagnósticos y convicciones, mientras él permanecía en su universo privado, inaccesible, donde sus hijas entraban de vez en cuando como motivos pequeñitos de un cuadro mayor que sólo él conocía. Siempre había dejado esas decisiones en manos de mamá, que lidiaba guerras incomprensibles con los curas y las monjas de los colegios, alentaba rencores con padres y maestros de los que nosotras salíamos exiliadas a un nuevo círculo de desconocidos.
Lejos de ser traumáticas, esas migraciones escolares fueron para mí como pequeñas excursiones en las que aprendí pronto el valor del anonimato; disfrutaba de sentirme al margen de los juegos de las otras niñas, de saberme transitoria en ese lugar. Conocer los ritmos y las formas de otras escuelas me hacía sentirme superior, más allá de las rencillas y miedos particulares que a las otras tanto podían preocupar. Intuía que el verdadero peligro era no saberse el guion o no ejecutarlo con suficiente elocuencia. Con una soberbia protectora que a veces se manifestaba como aislamiento y otras como esporádicos momentos de liderazgo, asombraba a mis maestras por mi capacidad de adaptación y de ganar nuevos amigos cuando para mí eran en realidad como los muñequitos troquelados en papel: perfectos en su mundo circular, todos iguales, todos descartables. "

Betina González , Arte menor


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Betina González quote : La escuela nunca había tenido importancia para papá. Mamá nos plantaba y nos trasplantaba siguiendo el ritmo de sus diagnósticos y convicciones, mientras él permanecía en su universo privado, inaccesible, donde sus hijas entraban de vez en cuando como motivos pequeñitos de un cuadro mayor que sólo él conocía. Siempre había dejado esas decisiones en manos de mamá, que lidiaba guerras incomprensibles con los curas y las monjas de los colegios, alentaba rencores con padres y maestros de los que nosotras salíamos exiliadas a un nuevo círculo de desconocidos.<br />Lejos de ser traumáticas, esas migraciones escolares fueron para mí como pequeñas excursiones en las que aprendí pronto el valor del anonimato; disfrutaba de sentirme al margen de los juegos de las otras niñas, de saberme transitoria en ese lugar. Conocer los ritmos y las formas de otras escuelas me hacía sentirme superior, más allá de las rencillas y miedos particulares que a las otras tanto podían preocupar. Intuía que el verdadero peligro era no saberse el guion o no ejecutarlo con suficiente elocuencia. Con una soberbia protectora que a veces se manifestaba como aislamiento y otras como esporádicos momentos de liderazgo, asombraba a mis maestras por mi capacidad de adaptación y de ganar nuevos amigos cuando para mí eran en realidad como los muñequitos troquelados en papel: perfectos en su mundo circular, todos iguales, todos descartables.